domingo, 14 de octubre de 2007

Y los aplausos se hicieron negros/ Cristina Padin

Cristina Padín
www.cristinapadin.net

Abre una botella de agua y se la bebe toda, cuatro o cinco sorbos le bastan para acabársela. Ahora siente calor, hace un rato tenía frío. Demasiada tensión para un solo cuerpo. Y ese fuerte dolor de estómago… La espera… se hace tan larga… Todavía faltan tres horas, tres horas más de soledad, tres horas más para pensar, tres horas más de angustia… Ojalá estuviera ya en la plaza, desea, y susurra una plegaria, un bello rezo infantil que le enseñó su abuela.

Los minutos, crueles, se vuelven eternos. Parecen burlarse de él, de su ansiedad, de sus ganas de abandonar el cuarto y salir a darlo todo.

Y mañana… más… lo mismo otra vez… otra ciudad, otra gente, otro clima…y, sin embargo, la misma sensación, idéntico disgusto, igual malestar…

Antes él no era así. Recordó aquellos años, de niño, en su hermoso pueblo de Cádiz. Cuando le decía a cualquiera que le quisiera escuchar que él iba a ser torero, que él iba a mandar, que sería él el que sacara a su familia de la pobreza. Evocó sus tremendas ansias de superación, sus ganas de comerse el mundo, su constante trabajo.

El camino había sido duro, muy duro, y él lo sabía. Nadie le había regalado nada. Tantas tardes de entrenamiento y tantas noches sin dormir, aquellos desvelos, tantos partidos de fútbol que no pudo jugar y alguna que otra chica que dejó de besar… el frío del crudo invierno, y los abrasadores calores del verano… nada había sido fácil.

Había llegado.

Su nombre era un reclamo en cualquier cartel que se preciara. Las mujeres se disputaban sus sonrisas, sus palabras, incluso sus favores. Los medios de comunicación le perseguían. Todo lo que hacía, hasta lo que pensaba, se convertía en noticia. En cualquier parte se hablaba de él. Se trataba del torero de moda.

Y, lo cierto y verdad, es que tanta atención resultaba difícil de asimilar para un hombre sencillo como él.

Una hora menos. Una náusea revoloteaba sobre su vientre. No podía fallar. Debía salir a ganar, como siempre, a ofrecer lo mejor de sí mismo. Antes, él no era así. Atesoraba cada segundo las emociones que le provocaba ser torero. Amaba todos y cada uno de los momentos: cuando le ponían la taleguilla, cuando se concentraba para orar, cuando daba comienzo el paseíllo… Después, la entrega, jugar con la muerte en cada plaza y ganarle la partida, el clamor del público, los aplausos, aplausos blancos de personas entusiasmadas, rendidas a su arte… el regreso al hotel, la llamada tranquilizadora a su madre, el beso tierno de su novia…

Rocío y él salían juntos desde hacía más de tres años, habían formalizado su relación hacía escasamente uno. Rocío estaba embarazada, iba a ser padre, toda su vida había deseado ser padre, quizá también por el hecho de haber perdido al suyo cuando aún lucía dientes de leche.

Y, de repente… la noticia. Nunca se sabe cómo suceden esas cosas. Alguien se entera, se lo dice a uno, que se lo cuenta a otro… Y la cosa había llegado a sus oídos. Rocío le engañaba, llevaba meses manteniendo una doble relación, su novia, la mujer a la que amaba, la bella joven con la que había soñado compartir el resto de su vida, besaba a otro. Amaba a otro, era amada por otro, por un compañero suyo de profesión. Rocío gemía en brazos de otro hombre, otorgaba su placer a otro que también era torero, arrancaba orgasmos al ser que esa misma tarde haría el paseíllo con él.

Las horas lentas… Al fin llega el momento. Se encuentra ido, descentrado, no se cree capaz de torear así. ¿Y si el niño que viene no fuera suyo? Demasiada presión para alguien sencillo. Una vida apacible y muchos triunfos en los ruedos, esos eran sus sueños. Él iba de frente, no había dobleces. Le dolió el engaño, mucho más que cualquier cornada sufrida. Aún no había hablado con Rocío, atravesó el hotel como un alma en pena, la gente lo saludaba, le decían cosas, unos querían sacarle fotos, otros un autógrafo… Iba a jugarse la vida, trató de rezar, sólo podía lastimarse aún más, se torturaba, dejaba que acudieran a su mente imágenes de su novia en la cama de… su boca en…

Su mozo de espadas, fiel amigo, le dio una palmada en la espalda.

El trayecto desde el hotel a la plaza se le antojó largo, interminable. Fuera, más allá de su furgoneta, la vida real. La vida de los que habían decidido no ser toreros, de la gente que iba a sus trabajos, en los bancos o en los hospitales, la vida de las personas que se enamoraban, que compartían un beso, que disponían de todo el tiempo necesario para sentarse a tomar un café.

Allí, en el interior, él y su cuadrilla, ilusiones puestas en la tarde… y un corazón roto.
- ¿ Qué le pasa?

Ya en la plaza, la gente percibe su malestar...
- Está atontao.

Silbidos. El público paga. Y manda. Es implacable. No perdona. Estaba mal. Lo sabía. Todo estaba saliendo fatal. No se centraba. Había estado ausente con el primer toro, había ejecutado un toreo de salir del paso, nada vistoso, exento de cualquier rasgo de belleza, había matado peor que nunca.

Y, con el segundo…

La gente no entendía nada. Habían acudido a ver a la gran figura. Los billetes se habían agotado hacía varias semanas. Era consciente de que estaba ofreciendo un espectáculo bochornoso. Y, ¡tristemente!, no hacía nada por evitarlo, no podía. Antes, él no era así. En la barrera, su adversario en la vida y en el amor. Creyó ver su sonrisa burlona, sus aires de superioridad. Hasta había cortado dos orejas…

Entonces… la desgracia… el toro le engancha…

La cornada es grave. La tarde de sol parece plomiza. No corre el aire. El público enmudece. Todo es frío, miedo, dolor… Carreras. Querer hacer algo y no poder. Algún grito. Aplausos.

Y los aplausos se hicieron negros…

Las noticias de la noche confirmarían lo que ya era una certeza. Nada se podía hacer. Murió prácticamente en el acto. Tenía razón cuando afirmaba, en Cádiz, que entraría en la historia del toreo.

Con letras de sangre…

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