domingo, 16 de septiembre de 2007

MI CUARTO A ESPADAS/ Agustín de Foxá

POR Agustín de Foxá

ABC, Madrid, 21 de Abril 1957

Los toros, como son un espectáculo tan imprevisto, tan maravillosamente absurdo, en un mundo racionalista de mataderos y frigoríficos, suscitan los más extraños comentarios de los niños y de los extranjeros, que son un poco niños por su ingenuidad y su asombro ante otras costumbres; como también los niños son un poco extranjeros, algo recién llegados, aun a su propia tierra.

Me contaron que una niña francesa, en las arenas de Nimes -buen enlace con el circo romano-, feminizando al toro y al torero y con una visión modisteril del traje oro y seda, del vuelo de la capa, y no comprendiendo la embestida, le dijo a su madre:

- La vaca quiere comerse la falda de la señora.

En Méjico, donde venden a la entrada de la plaza banderillas, estoques y pequeños trajes de torero, vi a los turistas americanos contemplando al ruedo a través de su "cine" de aficionados y leyendo un pequeño libro titulado Toros sin lágrimas, con el cual calmaban sus escrúpulos de miembros de la Sociedad Protectora de Animales.

Una señora alemana, racionalista, kantiana, le explicaba a otra compatriota que le preguntaba qué eran las picas. (Y no sabía la verdad de la definición).

-La pica -dijo- es una lanza con la que se mata al toro.

Me hablaron de un moro, que hace años asistía a una corrida en la plaza de Melilla, cómo le explicaba a un compañero, neófito, el cambio de los picadores por los peones de brega:

-Ahora -comentaba- se va la caballería y viene la infantería; luego saldrá uno con una bandera (la muleta).

Era la concepción de los toros de un sargento de Regulares.

Un inglés, en Algeciras, con un sentido deportivo y circense, al presenciar la estocada mortal tras una florida faena de muleta, reflexionó en voz alta: .

¡Qué lástima!; lo mata ahora cuando lo había domesticado.

Rimaba su visión con aquel grabado inglés en el cual un toro al galope embestía, sobre un césped de hipódromo, a un torero que llevaba un látigo en la mano.

Y cuando a Fleming le hablaron de los toreros a los cuales había salvado su penicilina, preguntó, con resabio darwinista y de evolución de las que especies:

-¿Y a cuántos toros?

En la temporada pasada escuché a una niña española, que ante la monotonía de pelo y trapío de los toros que se sucedían, preguntó a su madre:

-¿Es otro toro, o el mismo que ha resucitado?

Únicamente una niña española, metafísica, es capaz de esta duda, acostumbrada por su sangre a pasearse tranquilamente entre el más acá y el más allá con la más completa naturalidad. La esencia del toreo, su mecanismo -con permiso de mi admirado amigo José María de Cossío-, creo que la descubrió Don Tancredo vestido la estatua del comendador. Porque el toro prefiere la tela muerta, pero que se mueve, al cuerpo vivo, si está quieto. Como herbívoro que es, no tiene y olfato para la carne.

La emoción de los toros la formuló don Luis Mazzantini cuando increpó a un célebre actor, especializando en agonías en el tercer acto, y que le da acuciaba con gritos para que se "arrimase" más.

- Baje usted, Don Emilio que aquí se muere de veras.

La crueldad de los toros se salva por el sol; un puyazo en una tarde de tormenta o una estocada en corrida nocturna bajo la luz de la luna son un crimen. También lo es el toreo cómico. Porque la Muerte es tan seria, aún tratándose de un animal, que no se puede abrir un paraguas o jugar a la baraja ante la agonía de un becerro.

Los toros son tan importantes, rozan tanto a la Muerte y al Misterio, que un Papa los excomulgó, interviniendo un Rey; y otro Papa levantó el entredicho.

Como todo arte los toros son desinteresados; no hay apuestas ni quinielas. Todavía un ser -aunque sea una pobre bestia-, con corazón, con sangre, con fatigas, es más importante que un poco de cuero esférico inflado por el aire.

En Norteamérica, se alza un monumento a una vaca que dio, en tres ordeños, una fabulosa cantidad de litros de leche. El valenciano Mariano Benlliure se hubiera asombrado de esto; él, que modeló en bronce a un toro, titulando a su escultura "La estocada de la tarde”. Y en todas las tabernas y colmados hay una cabeza disecada con el sol y el bullicio de un lejano domingo. La primera postura es científica, útil y puericultora; la segunda, inútil pero estética. Pero también el hombre posee una extraña sed que hay que calmar con emoción y con belleza.

Quienes acuden por las mañanas a los sorteos de los toros Visitan el patio de caballos, el Museo Taurino y la enfermería con su olor a éter que es el perfume que se echa la Muerte en su pañuelo- y después de la corrida van a ver a los toros con los cuernos cortados a hachazos, desollados, colgados de poleas con olor morado de jamón, convertidos en piezas de matadero, imitan a los espectadores de teatro que visitan a los actores después de la muerte en el tercer acto o contemplan la comedia entre bastidores. Destruyen la gran magia prehistórica del toreo; van a la mansa sangre bajo los zuecos de los carniceros cuando se ha evaporado ya la carísima y misteriosa marea de la bravura.

No hay proyección cinematográfica más dramática que esa sombra almenada de afilados cuernos del toro, sobre el rojo con sol, de una muleta. Y un gran film sería colocar la cámara en los ojos del toro -que no sabe que hay un toro en la plaza- y contemplar su asombro al ver el abanico de huidas, los quiebros, los engaños, el salto a la barrera, las actitudes disparatadas. Sería como si se filmara al Miedo, químicamente puro.

Si se suprimieran los toros, el flamenco se vería seriamente afectado.
Porque en el tablao se baila y se quiebra -el toreo es brazos y cintura- ante un toro que no existe; y el bailarín levanta los brazos armados de invisibles banderillas.

El toreo no es un matadero ni un circo de animales amaestrados. No es teatro, puesto que se muere de veras. Ni deporte, ya que se puede ser raquítico y torpe -Belmonte no tenía piernas- y torear maravillosamente. El único músculo importante en el toreo es el corazón.

El toreo no es combate como dicen los franceses del Norte, y los anglosajones con su célebre "bull-fighting" (lucha con toros) puesto que se oponen a la fiereza bruta, gracia, viento, engaño, percal, quiebros y leves armaduras de seda y lentejuelas.

El toreo es danza. Un “Baller” con la oscura música de fondo de la Muerte.

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